Quizás a muchas mujeres les pasó o les está pasando lo mismo que a mí. Y es por eso que me animo a contarles mi historia, que no es más que un testimonio del infinito amor que nos une a nuestros hijos.
Cuando era aun muy joven, me enamoré. Y en esa sensación, creí haber encontrado a mi príncipe azul… Era tan solo una niña cuando lo conocí. Era un chico de colegio, alto, apuesto, de ojos pícaros y una forma de ser arrolladora. Y allí empezó la historia. Él tenía 15 años y yo 14. Los momentos y aventuras compartidas me hicieron convencerme de lo que para aquel entonces creí mi verdad: que era el hombre de mi vida.
Era la edad de la fantasía. Esos años en los que creemos con facilidad en los cuentos de hadas. Y así pasaron los años. En los ires y venires de nuestra relación, a la edad de 16 años quedé embarazada.
No era más que una niña esperando a su nenuco. Me enfrenté a grandes dificultades, tanto emocionales como en mi salud. Éramos tan solo dos niños, haciendo frente al mundo de los adultos, y sin saber muy bien como manejarlo. En el proceso del embarazo tuve muchas amenazas de aborto, por lo que pasé más tiempo hospitalizada que en casa. Fueron meses de temores y oscuridad.
La llegada de mi bebé
Mi embarazo estuvo muy lejos de ser una gestación feliz. El que creí que era el amor de mi vida, me dejó sola. Su acompañamiento era solo económico, pero no estaba a mi lado en los momentos en que más lo necesité. En cambio, se dedicó a hacer su vida, entre aventuras y amigos.
En esas noches interminables, los pensamientos y las lágrimas eran lo más común en mí. Gracias a Dios, mi familia siempre estuvo conmigo, acompañándome día tras día. El día del nacimiento de mi hijo estaba cargada de miedos y de incertidumbre, pero con los deseos más grandes de por fin conocerlo. De tener en brazos a esa personita que se convertiría en mi ser favorito en el mundo.
Para mi sorpresa, su papá fue el primero en ir a conocerlo. Durante sus primeros cuatro años de vida, se comportó como el mejor padre. Como un hombre cercano, responsable y muy amoroso con su hijo. Hoy, casi veinte años después de su nacimiento, son como dos gotas de agua.
Aunque lastimosamente se enredó en el mundo delincuencial y su vida cambió drásticamente y la nuestra también, sobre todo la vida del pequeño Pipe. Ese mundo absorbió a su papá de tal manera que le robó sus mejores momentos. Sencilla mente le quitó a su papá.
Los cambios en nuestra vida
La ausencia de su padre causó estragos en mi hijo. Sus vacíos emocionales empezaron a profundizarse. Esto derivó en problemas en su comportamiento, que lo llevaban a parecerse cada día más a él.
Por otro lado, su papá ha pasado todos estos años más tiempo en la cárcel que en libertad. Gracias a sus malas decisiones, generó una grieta profunda en la vida de su pequeño hijo. Yo mientras tanto, nunca perdí la voluntad de luchar contra eso, aunque tuve que enfrentarme a momentos muy duros.
Con tan solo diez años mi hijo probó las drogas por primera vez, y es un mundo oscuro del que no hemos logrado salir. Más de nueve años hemos atravesado, en un completo infierno. Él, sumergido y peleando contra sus propias ansiedades. Yo, viendo como día a día su vida se destruye, pagando con lágrimas, noches de desvelo y aún con dinero este camino que decidió elegir.
Gracias a estas decisiones ha estado al borde de la muerte en varias ocasiones. En dos oportunidades tuvo que ser intervenido y hospitalizado durante dos semanas, a causa de fuertes golpes en su cuerpo y su cabeza, lleno de alucinaciones, desorientado y perdido de su realidad.
Ha estado en infinidad de centros de rehabilitación. Ya perdí la cuenta, y hasta el día de hoy seguimos en esta aterradora pelea. No niego que hay días en los que me desplomo. Días en los que siento que tiro la toalla, que no puedo seguir. Es agotador pelear contra un enemigo que se roba la juventud y la salud de tantos y tantos jóvenes.
Pero, ¿Quién más para darles la mano, si no es mamá? ¿Quién más para entenderlos que nosotras, que los amamos desde que supimos que los llevábamos en el vientre?
Hacer frente a una dura realidad
El sueño de toda madre es ver a sus hijos crecer y convertirse en hombres y mujeres de bien. En personas íntegras, que aporten a la sociedad. Pero frente al flagelo de la droga, son muchas las familias que se destruyen. Y aún más las familias en las que madres solteras como yo, luchan para sacar adelante a sus hijos, la realidad se pinta aún más compleja.
Yo, que soñé con un príncipe azul que terminó convertido en sapo, veo en mi hijo al mayor de mis motivos. Me enfrento a una sociedad cruel, que te juzga indiscriminadamente, que busca tus fallas, que te hace señalamientos sin compasión por ser madre soltera.
Parece que no ven lo que nosotras hacemos por sacar a flote de la mejor manera nuestros hijos, convirtiéndonos en madre y padre. Trabajando arduamente para suplir sus necesidades. Parece con son ciegos a ese esfuerzo, a esa realidad. Pero yo me admiro a mi misma, y admiro a cada mujer que como yo, se enfrenta al mundo sin importar las opiniones de su entorno.
También me enfrento a la situación emocional y de salud de mi hijo, que es lo más duro de este camino. Las personas piensan que quiénes tenemos hijos adictos los vicios que se notan, nos acostumbramos a ver como se auto destruyen. Piensan que nos acostumbramos a ver sus cambios de ánimos, a su dolor, a su angustia y a la impotencia de no saber que hacer.
Pero, no. Jamás nos acostumbramos al dolor de verlos luchar contras sus ansiedades, contra sus llantos y sus temores. Solo podemos estar allí, con nuestros brazos siempre abiertos para recibirlos. Los que pasamos por este proceso difícil, nunca pensamos que esto nos pasaría a nosotros. Y aquí estamos, cansados, sin saber que hacer y habiendo agotado todas las probabilidades.
Este demonio llamado droga no discrimina edades, géneros, nivel social. No discrimina nada. Cualquiera puede caer en este abismo. Y al estar allí dentro, sólo nos queda el único recurso de nuestra fe inquebrantable. Esa que nos inspira a aferrarnos a la esperanza de un día no muy lejano, podamos decir ¡lo logramos! ¡Las drogas han quedado en el pasado!
Y si no es así, pues que nos acompañe siempre la convicción de haber dado todo de nosotras. De haber sido madres por encima de cualquier cosa. De seguir siendo esas mujeres a las que nada les quedó grande, y que estuvieron, están y estarán con sus hijos, sin importar las circunstancias.