Cuando somos padres, se nos presentan retos y circunstancias que ponen a prueba nuestra fortaleza y nos llevan a explorar y a superar nuestros propios límites. Esta es la historia de mi hija, Celeste Hernández.
Mi niña llegó al mundo un 20 de mayo del año 2015, y desde entonces su vida y las nuestras han estado llenas de aventuras, suspenso, riesgos y miedos. Pero también de grandes victorias. Desde su nacimiento a la edad gestacional de 33 semanas, todo fue una lucha que me llevó a ponerme a prueba como madre y como ser humano, llevándome incluso a la confrontación con mi fe.
El nacimiento de mi hija fue bastante complicado. Tuve una cesárea de urgencia y desprendimiento de placenta. Su corazón estaba dejando de latir dentro de mi. Los médicos hicieron lo posible para hacerla nacer, y yo quedé en un estado complicado, del que tardé en recuperarme. Fue hasta el tercer día de su vida cuando por fin pude verla por primera vez.
Tan difícil fue para mí, que tuve que recibir transfusiones sanguíneas, como para ella. Los médicos, a pesar de hacer todo lo posible, no ponían muchas esperanzas en la vida de Celeste. Hicieron transfusiones de sangre, resucitación, diferentes medidas para mantenerla con vida. Aún así, dijeron a mi madre y hermanos que lo más probable era que la niña no sobreviviera hasta el siguiente amanecer.
El desafío de los gigantes
Sobre la situación de mi pequeña no fui informada sino hasta mucho después, cuando pude salir de mi delicado estado. Al tomar conciencia de lo que ocurría con Celeste, empezó el desafío de los gigantes. Los médicos decían que no había mucho por hacer: tiene sangrado cerebral, una bacteria que no sabemos donde se localizó, soplo de corazón, riñones que no funcionan bien, sangrado en su orina y pulmones no desarrollados, cuando duerme se le olvida respirar y además solo pesa 1640 gramos.
Las esperanzas de que sobreviviera era del 0% según sus criterios. Exámenes, diagnósticos y toda la ciencia de la medicina marcaban un solo desenlace posible. Pero Celeste tiene una madre que imploraba a Dios una oportunidad para su pequeña.
Salir a los dos días del hospital y llegar a casa con los brazos vacíos fue aterrador. La desolación de dejarla era abrumadora. Las palabras de desesperanza rondaban mi cabeza una y mil veces. Sentía desasosiego de no saber que pasaba en los momentos en que no estaba. Terror de que sonara el teléfono y trajera una mala noticia.
Los momentos en los que volvía a estar con ella, dejaba colar mi mano a través de la incubadora. Acariciaba su diminuto cuerpecito, contándole historias. Le decía lo mucho que la amábamos, que había una familia entera, un hermano y un perro llamado Póker, todos esperándola en casa.
Y le decía lo importante que era para mí. Lo mucho que deseaba verla crecer. Oraba para que supiera que ella llegó con un propósito a mi vida, y era darme fuerzas para continuar viviendo, que era mi aliciente más grande. Le susurraba que creía en Dios. En ese Dios todopoderoso capaz de hacer milagros.
Pasaban los días en la misma incertidumbre. Las buenas noticias no llegaban, y en cambio se hacía cada vez más difusa la esperanza de la mejoría. Fueron muchos los días en los que no podía ni tan solo acariciarla. Y como solo podía verla de lejos, mi corazón se partía.
Un mensaje de Dios
El solo hecho de pensar que mi pequeña no estaría más, me hundía en la más profunda tristeza. Pero bastó un mensaje que Dios trajo a mi corazón: Me dijo que no me sintiera perturbada, que no sería avergonzada y que el instruirá a mis hijos, que por sus llagas fuimos curados. Así que me apropie de aquella palabra divina y empecé a pelear con más fuerzas, armada con mi fe.
Celeste pasó su segunda y la tercera semana de vida. Empezó a evolucionar. Pronto pudieron retirar la sonda que tenía en su pequeña vaginita y el sangrado cesó. Al día siguiente el tubo que iba de su garganta a sus pulmones también fue retirado, y en su lugar dejaron sólo una cánula en su nariz. Con los días su sangrado cerebral también desapareció.
De pronto todo empezó a cobrar sentido. Por primera vez pude alzarla, tenerla en mis brazos, apretarla en mi pecho como una cangurita. La sentí cerca, recibiendo los latidos de mi corazón y mi calor. Su rostro y cuerpo empezaron a tomar forma. Ante el asombro de los médicos, cuyos diagnósticos la condenaban, mi pequeña Celeste empezaba a vivir con fuerza.
Hay un Dios que hace milagros
Al día 22 de hospitalización me dieron la gran noticia, esa que toda madre que ha pasado por una situación similar, anhela escuchar. Estaba en el vagón del metro junto a mi hijo Juan Felipe, cuando sonó mi teléfono, trayéndome las palabras que tanto esperé escuchar: ¡Celeste sería dada de alta hoy!
No me importó que la gente alrededor me mirara. Yo sólo pude gritar y gritar de la más pura felicidad. Reía, lloraba, me abrazaba a mi hijo… las sensaciones más profundas se movieron en mi interior de una manera inexplicable. Me llené de motivos para sonreír y mi fe se revitalizó con la certeza de que hay un Dios que hace milagros, y que me acompañó en los momentos más oscuros de mi vida.
Recordé el día en que me dijeron no había nada que hacer, que mi pequeña Celeste no tenía esperanzas. Recuerdo haber llegado a mi casa devastada y gritar a Dios que no me la quitara. Y él me escuchó amorosamente. Sanó a mi pequeña y me dio el privilegio de tenerla, cuidarla, mimarla y verla como lo que es, una niña maravillosa que hoy crece sana, inteligente, sabia, tierna, llena de energía y ganas de vivir.
Hoy solo puedo decir que es un milagro de amor. Que todo ese laberinto de miedos, frustraciones, dolor, llanto y confusión desaparecieron. Hoy disfruto del milagro de su existencia en la mía, como una bendición.
Mi deseo más profundo es decirle a cada mamá que está enfrentando estos desafíos, que se encuentra en sus días más tristes, con un corazón desconsolado y las dudas a flor de piel, que no pierdan nunca la esperanza. Que los médicos, la ciencia y los diagnósticos no tienen la última palabra. Que es posible pasar al otro lado de ese túnel frío y oscuro. Que si mantenemos viva nuestra esperanza, los milagros ocurren y se materializan. Que silenciando los miedos se canta ¡VICTORIA!
Hoy Celeste ya tiene seis años y una maravillosa historia que contar. Una historia de lucha, valentía y fe. Esa en la que su madre nunca se rindió, venció sus temores, entregó a Dios su esperanza y a su hija el más inmenso amor. Hoy soy una mamá feliz, que abraza, mima y protege a su maravillosa hija. Hoy puedo decir que creo en los milagros, porque veo un milagro diario en la sonrisa de Celeste.